lunes, 12 de marzo de 2012

Gervasio Sánchez, una mirada necesaria



Kosovo, 1999


El sábado por la mañana fui a ver la exposición antológica de Gervasio Sánchez en la antigua fábrica de Tabacalera.  Daría igual el día o el lugar, la obra de Gervasio no nos habla de momentos históricos concretos, nos muestra el dolor humano, la injusticia, la maldad, la esperanza, la compasión. Contiene verdades que son universales y atemporales.


Esta foto es de unos niños refugiados albanokosovares que huyen en una camioneta: uno de ellos mira a la cámara, nos mira y su inocencia nos llega hasta lo más profundo del alma; el otro mira más allá no sabemos a qué concretamente, pero intuimos que está contemplando el miedo, un miedo que, pese a su curiosidad, no le deja subir más la lona que le protege de la cruel realidad.




Sabía que iba a ser duro y lo fue; sabía que merecería la pena y la mereció. Fuera, un día casi primaveral con aire fresquito de los que te hace buscar el sol. Dentro frío, mucho frío para la ropa que llevaba. Grandes naves, la primera vacía salvo una pantalla al fondo en la que iban pasando fotos de Gervasio, mientras se escuchaba ruido de balas y de mortero, la música del horror y del absurdo de la guerra. En las diversas salas, bastante gente que contempla y calla, no hace falta que nadie pida silencio, las fotos de Gervasio producen una emoción que no te deja hablar.


                                 Niña desplazada, El Salvador, 1989


  
La exposición está dividida en cinco espacios: América Latina (1984-1992), Los Balcanes (1991-1999), África (1994-2004), Vidas minadas (1995-2007) y Desaparecidos (1998-2010), pero la mirada limpia de Gervasio es la misma. Esta niña desplazada en El Salvador podría ser una albanokosovar diez años después.

Gervasio Sánchez nació en Córdoba en 1959, es periodista y fotógrafo y lleva 25 años cubriendo conflictos bélicos y crisis humanitarias. La calidad de su excepcional de su trabajo le ha hecho merecedor de numerosos premios, entre ellos el Premio Nacional de Fotografía. Cada una de sus fotos dignifica a las víctimas que retrata y denuncia una realidad a la vez concreta y universal. Ver sus fotos es no cerrar los ojos, enterarnos de lo que pasa, estremecernos y tomar postura.









Gervasio estuvo en el campo de refugiados de Goma, para él una de las experiencias más duras de su carrera. Miles de personas se hacinaban, morían a cientos a causa del cólera. Los muertos son "cosas" en medio de muchedumbres agotadas y perdidas. En esta foto del hambre en Sudán de 1998, los grandes ojos del bebé que mama nos miran buscando una explicación.


Gervasio no nos ahorra ningún horror, pero lo humaniza. Los niños soldado que retrata en Sierra Leona tienen un nombre y un Kaláshnikov. Pero Gervasio no los deja allí, sigue su proceso de integración y rehabilitación después de la guerra.




Para casi todas sus fotos de los Balcanes, Gervasio utiliza un dramático blanco y negro. Esta es una biblioteca destruida de Sarajevo. La guerra también mata el saber y la razón.


Niñas que viajan en el interior de una furgoneta destrozada en Sarajevo; un padre abraza a su hijo adolescente muerto en Kosovo. Dolor, dolor profundamente humano.

Refugiados albanokosovares huyendo de la guerra; niños bosnios jugando en una Sarajevo destrozada. Porque si algo nos enseñan las fotos del horror de Gervasio Sánchez es que, pese a todo, los niños, aunque sufren, siguen siendo niños y a la más mínima oportunidad juegan y sonríen. Tal vez sea una característica de la especie, un instinto de supervivencia que nos empuja al juego y a la amistad.
 
Esta foto, por si misma, vale una exposición. "Aunque todo esté destruido, aunque no quede nada, estamos tú y yo, amigo, y, pase lo que pase, seguiremos adelante" parecen decirse estos dos niños. Una imagen de desolación, cargada de esperanza.


Un cementerio de Sarajevo no hay tiempo para lápidas, diversos años de nacimiento pero un solo año de fallecimiento: 1993. La muerte no sabe de edades. Años después un acto en memoria de la matanza de Srebrenica, Bosnia, ¡cuántos nombres!, muchos con los mismos apellidos, ¡cuánto odio!¡cuánto horror!
La imagen que más me impactó de Sarajevo no la he encontrado pero está fija en mi memoria. Es una foto en color de un trozo de pavimento: un charco de sangre, un pequeño zapato y parte de una cuerda de saltar con su mango de colores. Allí acababan de morir cuatro niñas que estaban jugando a la comba y habían sido alcanzadas por un mortero.




En su serie sobre los Desaparecidos, Gervasio no hace distinciones. Varios paneles muestran a gentes de diversos países, incluido España, con la foto en la mano de su familiar que se fue para siempre del que nadie le ha dejado despedirse.
Se abren fosas que son iguales en América Latina o en España, fosas en las que los esqueletos parecen los mismos, pero detrás de cada uno hay una vida, unas ilusiones, unas pasiones distintas.
Esta desgarradora foto resume otras muchas: una madre a la que la vida se le paró cuando desapareció su hijo, una madre que conserva la habitación y la maleta hecha del ausente, una madre que necesita una despedida para poder morir en paz.




Los efectos devastadores de las minas antipersona son los mismos en Afganistán, Bosnia, África o Camboya. Parece mentira que algo tan pequeño pueda producir tanto daño, pero lo hace: cuerpos mutilados, en el mejor de los casos; muerte en el peor. Y las minas son trampas para los campesinos, los niños, los paseantes que quedan en el terreno mucho tiempo después de que la guerra haya acabado.



En esta serie de fotografías, Gervasio sigue la vida de Sofía a los 14, 19 y 29 años, porque Gervasio no se blinda ante el sufrimiento, sino que ama a las víctimas y quiere verlas rehacer su vida. La foto de Sofía con su pequeña hija Alia es una de las Maternidades más bellas que yo recuerdo.

Y también sigue la evolución de Adis Smajic un niño que pisó una mina en Sarajevo y sufrió múltiples y espeluznantes heridas.

Esta es la última imagen que os muestro en este post: Adis Smajic y su futura esposa: a pesar de todo el hombre puede amar y ser amado y continuar viviendo.

Gervasio Sánchez podría no hablar porque ya lo hacen sus fotos, pero lo hizo y muy bien cuando le entregaron el Premio Ortega y Gasset en 2008: "Señoras y señores, aunque sólo tengo un hijo natural, Diego Sánchez, puedo decir que como Martin Luther King, el gran soñador afroamericano asesinado hace 40 años, también tengo otros cuatro hijos víctimas de las minas antipersonas: la mozambiqueña Sofia Elface Fumo, a la que ustedes han conocido junto a su hija Alia en la imagen premiada, que concentra todo el dolor de las víctimas, pero también la belleza de la vida y, sobre todo, la incansable lucha por la supervivencia y la dignidad de las víctimas, el camboyano Sokheurm Man, el bosnio Adis Smajic y la pequeña colombiana Mónica Paola Ojeda, que se quedó ciega tras ser víctima de una explosión a los ocho años.
Sí, son mis cuatro hijos adoptivos a los que he visto al borde de la muerte, he visto llorar, gritar de dolor, crecer, enamorarse, tener hijos, llegar a la universidad. Les aseguro que no hay nada más bello en el mundo que ver a una víctima de la guerra perseguir la felicidad.
(...) Es verdad que me siento escandalizado cada vez que me topo con armas españolas en los olvidados campos de batalla del tercer mundo y que me avergüenzo de mis representantes políticos.
Pero como Martin Luther King me quiero negar a creer que el banco de la justicia está en quiebra, y como él, yo también tengo un sueño: que, por fin, un presidente de un gobierno español tenga las agallas suficientes para poner fin al silencioso mercadeo de armas que convierte a nuestro país, nos guste o no, en un exportador de la muerte".


Cuando salí de la exposición busqué con más ganas el sol, necesitaba calor, mucho calor. Había estado en contacto con lo peor y lo mejor del ser humano.